lunes, 26 de abril de 2010

JUZGAR AL JUEZ

El 21 de enero de 1793, moría guillotinado en París Luis XVI de Francia. La revolución había triunfado en todo el país y se había proclamado la República.

Este hecho fue instrumentalizado hasta la saciedad por la Izquierda internacional, como ejemplo drástico y necesario para cambiar el rumbo de una nación que se decía en manos de una monarquía corrupta y anquilosada, incapaz de asumir los grandes retos de modernidad y progreso.

Hasta aquel día, la monarquía estuvo endiosada. El rey, si no era Dios, al menos tenía ciertas prerrogativas terrenales que casi se le asemejaba y aquellos revolucionarios franceses acabaron con el mito.

No ya un juez, un diputado o senador; un conde o un marqués, eran susceptibles de ser presentados ante la justicia y, si su delito así lo ameritaba, ser ejecutados. Ahora era todo un rey el que estaba a merced del pueblo.

En España nunca se ajustició a un rey a manos del pueblo. Se mataban entre ellos pero el pueblo nunca llegó al índice de progresía necesario para ejecutar a su soberano. Como mucho les echaban, o se iban ellos mismos ante los disturbios o los descontentos populares. Gustavo Adolfo Bécquer lo escribía bajo el seudónimo de Sem, en clara referencia a la destronada Isabel II: “Los reyes que se expulsan a balazos/pueden volver, quizá./Pero los que se expulsan a escobazos/esos no vuelven más.”

Lo de matar a un rey, fue un hito demasiado progresista del que, como digo, la izquierda internacional siempre se ha jactado. Aquel hecho daba al traste con determinadas creencias que culminarían con otro regicidio durante la revolución bolchevique en Rusia, que se llevó por delante a toda la familia real que encabezaba el zar Nicolás II.

Un orgullo para la izquierda que significaba poco menos que haber devuelto al pueblo su soberanía. El pueblo ejercía su derecho de juzgar y ejecutar, si era preciso, a su propio soberano.

Pero hoy (paradojas de la historia) parece que las cosas han cambiado. Hoy ya no se trata de ejecutar a un rey, ni mucho menos de juzgarlo, hoy se trata de juzgar a un ciudadano que, además es magistrado de la Audiencia Nacional.

¿Qué ha podido ocurrir para que ante hecho semejante, que entra dentro la normalidad democrática más básica, la izquierda se rasgue las vestiduras y manifieste su estupor y su indignación..? Pues algo bien simple: que, según parece este magistrado, Baltasar Garzón, goza de sus simpatías.

La izquierda no parece interpretar ahora, de la misma manera, ese principio básico de igualdad ante la ley de todo ciudadano. Para ellos, no ya un rey si no un simple juez (si es de los suyos) no puede ser juzgado: ¡Cómo no, hombre, cómo no…!

La izquierda siempre ha sido enemiga natural de las monarquías, no sólo de lo monarcas, sino de todo lo que significara poder, poder absoluto. Sólo que hoy hay gentes de izquierdas en las más altas instituciones del Estado que se identifican con aquellos absolutistas, y la izquierda los defiende a como dé lugar. Son de los suyos. Y es que, a los suyos, también les gusta la autoridad, (o el mando, como decía Franco), y mucho más el poder. Y cuando alguno de los suyos, que tratan de ejercer esa autoridad, sectaria y escasamente democrática o, simplemente, hacen suya la frase de otro Luis (rey francés, el XIV) que decía: “L’etat, c’est moi”, se olvidan de aquella socorrida lección de la que tanto presumieron con el XVI de los Luises de Francia.

Yo no entro, ni salgo, en si hay razones para llevar a los tribunales a Baltasar Garzón. No tengo la formación jurídica suficiente y, aunque manifieste, o no, mis simpatías o antipatías hacia el personaje en cuestión, me abstengo de determinadas manifestaciones a favor o en contra del evento. Lo que no puedo admitir, y así quiero manifestarlo, es esta falsedad de una izquierda sectaria que sólo llora y se manifiesta por los de casa.

Si Baltasar Garzón es culpable de algo, serán los tribunales los que lo decidan. Si no lo es, su nombre quedará limpio y alguien en evidencia. Pero ¿quién ha dicho que este señor no puede ser presentado y acusado ante un tribunal de justicia? ¿Qué le pasa, que mea colonia…..? Es un simple ciudadano inmerso en una causa, sea juez o caminante.

Si a un rey le cortaron la cabeza ¿por qué un juez no puede ser juzgado? En cualquier caso, tenemos el país que tenemos y de ello está muy orgullosa la izquierda que tanto colaboró en la labor.

domingo, 14 de marzo de 2010

MIGUEL DELIBES, EL ÚLTIMO CASTELLANO

A las siete de la mañana del 12 de Marzo, la hora en que los labriegos de Castilla se encaminan a sus faenas, cerraba el libro de su larga vida y apagaba la luz, un castellano universal. Austero como su tierra, de triste figura y alma inmortal. Maestro de la palabra y dibujante de las letras. Se llamó Miguel Delibes Setién y, hoy, entra en la eternidad de la memoria.

La sombra del ciprés, que es alargada, dará placidez y frescura a su cuerpo en las calurosas tardes castellanas, a un hombre que, como nadie, describió con la palabra los campos y las gentes de Castilla y, por ende, de España.

Casi un siglo de vida da para mucho y Miguel Delibes, afortunadamente, lo aprovechó desde que llegó a un mundo convulso un día otoñal de octubre de 1920 en Valladolid, antaño corte de los primeros Austrias, capital de Castilla y de las Españas. Tierra donde la lengua española, o castellana, o el “román paladino” del que hablaba Gonzalo de Berceo, guarda sus más puras esencias.

No trato de hacer aquí un balance de su obra, ni tan siquiera de su vida. Sólo quiero tener para él un recuerdo agradecido. Delibes nos honra y también nosotros ahora, llegado el momento, debemos honrarle. Es muy de España llevar flores a las tumbas y regalar espinas en vida. Quizá, Miguel Delibes, que tiene en su haber grandes reconocimientos literarios, nacionales y extranjeros, se haya marchado con la espina clavada de no haber obtenido el merecido “Nobel” de literatura que tantos creemos que merecía. O quizá no, porque las espinas de Delibes eran las de su tierra plagada de arbustos que las proporcionan en abundancia y sutilmente punzantes.

La primera obra que yo leí de Delibes fue su “Diario de un cazador”, que tenía continuidad en el “Diario de un emigrante”. Ambas escritas en forma de diario. Preciosas para mí, en el tiempo en que las leí. “La Sombra del ciprés es alargada” con la que ganó el “Nadal” en 1948, la leí mucho después. Y otras muchas.

Pero me acuerdo hoy, sobre todo, de aquel “Diario de un cazador”. Recuerdo que sus notas diarias, o al menos muchas, terminaban con una frase: “Dormí mal. Y sentí el Expreso de Galicia…”

Yo, anoche, escuché un expreso. No era el de Galicia, por supuesto. Y tampoco sé si lo escuché o lo soñé. Pero esta mañana supe que era cierto, que lo había escuchado. Era el expreso que llevaba a Miguel Delibes hasta la Eternidad, hasta la inmortalidad.